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PRÓLOGO
por Willy
Abril
El día que conocí a Pablo jugaba entre los dedos con una
pajarita hecha a partir de un billete de mil pesetas. Una
metáfora del dinero, que echaba a volar, o un simple juego
de percepción, una asociación de ideas... sigo todavía sin
saberlo. Pero el caso es que aquel acto sencillo cambiaba
el orden acostumbrado de las cosas.
"...Y también soy poeta con las palabras", empezó a decir
poco más tarde, sin decirlo, claro, que aún hoy guarda esa
humildad propia del muchacho de provincia que llega a la capital
con los ojos abiertos, al Madrid del despertar de los sentidos,
origen y tragedia de este poemario, con sus vicios y virtudes
de ciudad grande que le arrastran a uno, para bien o para
mal, pero le arrastran al fin y al cabo, ya sea en forma de
desidia o de pereza, sea en el silencio que uno deja por entre
las calles pobladas, locamente enamorado, en la mentira, el
desengaño o en las ganas de descubrir cada rincón y levantarle
la falda hasta que chille. Porque están siempre rondando el
ocio, el constructivo y el destructivo, el bullicio incansable,
el miedo a no saber dónde esconderse y los anhelos que se
escriben a cada paso... y es que aún nadie ha encontrado el
mar bajo el asfalto, como diría Pablo, pero ahí queda la esperanza,
si acaso, en las miradas limpias, en una cadera o una caricia
que hablen del destino del hombre y hagan del atardecer entre
edificios una fotografía única.
De aquel primer encuentro nuestro hacía ya más de tres años.
Luego un día cualquiera, te encuentras a Pablo por la universidad,
tomando un café, como es costumbre, para huir del frío o de
una de esas clases aburridas que no sirven sino para agrandar
el número de páginas de lo que jamás debió ser oído ni pronunciado,
y afirma que toda aquella ruleta que anda girando a su alrededor
puede escribirse con palabras sencillas, porque la ha descubierto.
Después te extiende un papel arrugado lleno de garabatos improvisados
que se saca del bolsillo y te dice, otra vez sin decirlo,
que ha hecho de la vida una pajarita, como hacía con los billetes
de mil pesetas, y sin necesidad de emplear más de un punto
por poema, para que no haya litigio con las mayúsculas, y
con la brevedad de quien abre la boca o afila el lápiz simplemente
cuando hay algo que contar. Porque si hay una máxima tanto
en la vida real como en la que el propio Pablo autoproclama
fingida, su momento poético, es la de la parquedad debida
como forma propia de elegancia. Saber callar, lo llama él,
vean la diferencia, que cuando las cosas se expresan claramente
no hay por qué emborronar folios y folios. Basta con descubrir
una relación nueva entre los nombres, hacer de la percepción
un juego. Basta una sentencia que haga temblar las paredes
con el silencio que deje tras de sí.
Estén atentos, por tanto, a cada palabra del poemario, a
cada verbo, a cada símbolo, porque no es el azar el responsable
de su orden; y que el espacio premeditado de afonía entre
verso y verso haga el resto, pues quizá al principio uno se
precipite y pida a gritos más y más de la existencia desnuda
que se les presenta ante los ojos. Calma, y entonces aparecerá
de entre la niebla el sentido del círculo trazado con manos
de artesano.
Lovaina - Roma, enero 2003
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